Dos imágenes son las que definen la actuación de Lionel Messi. La primera se vio en el primer tiempo cuando se agarró la parte interior del muslo izquierdo y el corazón de todos los argentinos se paralizó. ¿Messi lesionado? No… no era posible.
La segunda fue cuando tomó la pelota en la punta derecha y lo sacó a pasear a Gvardiol para darle un pase hermoso a Julián Álvarez, quien solo tuvo que acomodar el pie para empujar al fondo del arco. O sea, Messi fue el corazón del equipo. Y también el talento. Con Álvarez como su principal acompañante y el resto del equipo tocando la misma música.
La primera media hora de partido fue compleja para Messi porque no encontraba socios para armar alguna acción ofensiva. Su participación en el juego, hasta el penal, fue casi nula. Un poco porque Argentina no hilvanaba dos pases seguidos y otro tanto porque Croacia era el dueño de la pelota casi en exclusividad.
Pero llegó ese pelotazo de Enzo Fernández, la insólita distracción de los centrales croatas, el pique al vacío de Julián y el penal de Livakovic sobre el delantero argentino. Messi tomó la pelota, se paró ante un especialista en atajar penales y sacudió un zurdazo implacable a la izquierda, arriba, como diciéndole al arquero croata: “Ni siquiera te voy a dar la chance de tocarla”.
Cinco minutos después llegó el segundo de Julián y de ahí en más Messi apareció para hacer lo que hasta ese momento no había podido: tener la pelota, sacarse rivales de encima, tocar de un lado a otro para dejar fuera de foco a los volantes rivales y crear faltas.
El segundo tiempo se fue entre la desesperación de Croacia por descontar y la tranquilidad de Argentina para buscar la definición. Todo iba de un arco a otro hasta que Leonel frotó la lámpara y el tercer gol liquidó la cuestión. Messi tiene su segunda final para conseguir la Copa que tanto desea. La primera, en Brasil, se le quedó atragantada. Ahora tiene la chance de coronarse. Lo que el mundo entero quiere que suceda.
Por Mariano Hamilton.